lunes, 17 de octubre de 2016

La respuesta está en el viento

De mi vida, guardo recuerdos cuya banda sonora la pone Bob Dylan. En algún momento, incluso, mi entusiasmo por su música corrió parejo a mi fervor stoniano. Sin embargo, he de reconocer que no me parece una buena elección la que la Academia Sueca ha tomado.

Como profesor de literatura que soy, no necesito ser convencido de que las letras de canciones poseen carácter literario —no todas, claro—. Hace ya algunos milenios que la poesía nació bajo el embrujo de la música, hecho que ha ido perpetuándose a través de los tiempos y renaciendo con cada eclosión de una nueva lengua. Nadie duda, por ejemplo, de que las primeras manifestaciones artísticas, esto es, literarias, de las lenguas romances —castellano, catalán, gallego, francés...— fueron en forma de canciones que, efectivamente, se cantaban ante cualquier oportunidad que la vida brindase: fiestas, ceremonias, trabajo... Es más, todavía hoy, perdida ya la melodía, la única diferencia sustantiva entre la prosa y el verso radica en el marcado ritmo de este frente a aquella.

Por otro lado, he de admitir que, entre mis poemas favoritos, se encuentran letras de canciones de Serrat, de Llach, de Sabina, de Cohen..., de Dylan. Más aún, no mentiría mucho si dijese que difícilmente puede encontrarse mayor tristeza artística en el amor que la expresada en la letra de cualquier bolero, o mayor desgarro pasional que el contenido en la letra de cualquier tango. Escuchando un tango, uno puede llegar a querer abrir lentamente sus venas para verter toda la sangre a pies de la mujer amada. Y morir después.

Con todo, suelo tener la sensación de que, desprovistas de música, desnudas blanco sobre negro, las letras de las canciones se resienten, flaquean; y ello es algo que, contrariamente, no me ha sucedido nunca con poemas musicados. Pienso por ejemplo en el Machado o en el Miguel Hernández de Serrat, nunca devaluados y cuyos poemas aprendí cantándolos en silencio mientras sonaban por la megafonía de aquel lejano colegio de primaria al formar filas en el patio para acceder ordenadamente a las aulas. Recientemente, gracias a Lourdes Domènech, he leído un artículo de Daniel Gascón en el que se hace referencia a cierto episodio de la película Annie Hall; en él, el personaje de Woody Allen —quien, en este ejemplo, viene a ser trasunto mío— escucha cómo una entusiasta recitadora —quien viene a ser trasunto de la Academia Sueca— declama unos versos de “Just Like a Woman” que, a él, le resultan banales sin la música. Y, como bien apunta el periodista: «Esto no es un demérito sino un indicio obvio» de que lo que Dylan hace son canciones.

Hay siempre un poco o un mucho de hipérbole en alabanzas como la que el poeta Henderson dedicó a la canción "Like a rolling stone" al decir que, más que canción, era toda una epopeya. O como la que otro poeta, Nicanor Parra, apuntó al asegurar que apenas tres versos de "Tombstone Blues" son suficientes para merecer el Nobel. Evidentemente, no estoy de acuerdo en que ello defina la calidad del cantante o de su obra, pues se trata más de entusiasmo que de crítica objetiva. Pero acaso ni el mismísimo Dylan estará de acuerdo, si hemos de dar crédito a su legendaria renuncia a ser denominado poeta.

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