miércoles, 26 de octubre de 2016

Inasistencia colectiva


Estudiante de secundaria en clara actitud reivindicativa durante la jornada de huelga de hoy, a la que se ha adherido. Por supuesto.

Hace un par de semanas, refiriéndome veladamente a este 26-O, pregunté a mis alumnos de 4.º de ESO cuántos sabían algo acerca de una posible huelga de estudiantes. Ninguno de ellos levantó la mano; nadie sabía nada. A renglón seguido, les pregunté quiénes de ellos estaban seguros de que seguirían la convocatoria, caso de producirse. Todos, sin excepción, levantaron la mano.

Estadísticamente, la huelga estudiantil de hoy debe de estar siendo todo un éxito. Al menos, en el instituto en que yo trabajo, lo es. No hay más que mirar las aulas vacías de la mayoría de pasillos.

Pese a ello, socialmente, dejará mucho que desear. No hay más que echarle un vistazo a la imagen que ilustra este escrito para comprender que, humor mediante, no está lejos de la realidad. Sí, sin duda, habrá estudiantes de secundaria que sepan que han sido movilizados por el SE, pero no por el SEPC; que también hay padres que se movilizan, la CEAPA, y otros que no, la FaPaC. Seguramente, incluso, habrá estudiantes que sepan por qué son movilizados; es más, sé fehacientemente que hay algún estudiante que, sin llegar a saber el sentido de la reivindicación de hoy, es capaz de aducir algo así como «Profe, todo esto es por eso de las reválidas franquistas», lo cual no querrá decir ni que tenga claro el significado y alcance de reválida ni, si me apuran, el de franquista.

Obviamente, no es la primera vez que me topo con esta situación. Mis alumnos de 4.º de ESO de hoy fueron mis alumnos de 3.º de ESO ayer, y ya secundaron masivamente entonces cuanta convocatoria de huelga hubo durante el curso, incluso alguna que casi nadie convocó y que casi nadie siguió. E, igual que no es la primera vez, también es cierto que no ha de ser la última. La indolencia adolescente en cuanto a sensibilidad social es supina y, por supuesto, se extiende a los bachilleres, sin excepción, aunque con una diferencia: en bachillerato, a menudo sucede que los alumnos de la modalidad científica sí acuden con normalidad a las clases. Ahora bien, no se trata de que el científico en cierne —durante la universidad, seguirá siendo así— sea un ser más reflexivo y no secunde la huelga por no estar de acuerdo con las reivindicaciones que la causen —su indolencia es la misma—; se trata de que la preocupación por el estudio es más intensa y no se permite a sí mismo un día de descanso, seguramente porque es más esclavo que otro bachiller —humanístico o social— de la explicación del profesor.

Resulta descorazonador, pero el derecho a huelga que tanto ha costado alcanzar al trabajador, un derecho a huelga que cobra doloroso sentido como medida última y desesperada del trabajador ante una injusticia laboral, se prostituye inevitablemente con cada estudiante que hoy se derrenga perezosamente en el sofá de su casa tratando de hacer equivocadamente suyo un derecho que ni siquiera le pertenece. Ojalá el azar no permita que el estudiante indolente de hoy haya de ser mañana el trabajador que ha de dejarse parte de su insuficiente mensualidad en reclamar lo que le pertenece. Por el momento, ley en mano, ni siquiera tiene el derecho que prostituye: lo que hoy lleva a cabo él y casi todos los demás no es una huelga, sino una inasistencia colectiva a clase.

domingo, 23 de octubre de 2016

Cuestión de aspectos


El infinitivo es, sin remedio, una forma verbal de aspecto imperfectivo, mientras que la perífrasis estar + part. es perfectiva. Mas aún: resultativa.

De ahí que enamorarse pueda ser engañoso. Es preferible estar enamorado.

lunes, 17 de octubre de 2016

La respuesta está en el viento

De mi vida, guardo recuerdos cuya banda sonora la pone Bob Dylan. En algún momento, incluso, mi entusiasmo por su música corrió parejo a mi fervor stoniano. Sin embargo, he de reconocer que no me parece una buena elección la que la Academia Sueca ha tomado.

Como profesor de literatura que soy, no necesito ser convencido de que las letras de canciones poseen carácter literario —no todas, claro—. Hace ya algunos milenios que la poesía nació bajo el embrujo de la música, hecho que ha ido perpetuándose a través de los tiempos y renaciendo con cada eclosión de una nueva lengua. Nadie duda, por ejemplo, de que las primeras manifestaciones artísticas, esto es, literarias, de las lenguas romances —castellano, catalán, gallego, francés...— fueron en forma de canciones que, efectivamente, se cantaban ante cualquier oportunidad que la vida brindase: fiestas, ceremonias, trabajo... Es más, todavía hoy, perdida ya la melodía, la única diferencia sustantiva entre la prosa y el verso radica en el marcado ritmo de este frente a aquella.

Por otro lado, he de admitir que, entre mis poemas favoritos, se encuentran letras de canciones de Serrat, de Llach, de Sabina, de Cohen..., de Dylan. Más aún, no mentiría mucho si dijese que difícilmente puede encontrarse mayor tristeza artística en el amor que la expresada en la letra de cualquier bolero, o mayor desgarro pasional que el contenido en la letra de cualquier tango. Escuchando un tango, uno puede llegar a querer abrir lentamente sus venas para verter toda la sangre a pies de la mujer amada. Y morir después.

Con todo, suelo tener la sensación de que, desprovistas de música, desnudas blanco sobre negro, las letras de las canciones se resienten, flaquean; y ello es algo que, contrariamente, no me ha sucedido nunca con poemas musicados. Pienso por ejemplo en el Machado o en el Miguel Hernández de Serrat, nunca devaluados y cuyos poemas aprendí cantándolos en silencio mientras sonaban por la megafonía de aquel lejano colegio de primaria al formar filas en el patio para acceder ordenadamente a las aulas. Recientemente, gracias a Lourdes Domènech, he leído un artículo de Daniel Gascón en el que se hace referencia a cierto episodio de la película Annie Hall; en él, el personaje de Woody Allen —quien, en este ejemplo, viene a ser trasunto mío— escucha cómo una entusiasta recitadora —quien viene a ser trasunto de la Academia Sueca— declama unos versos de “Just Like a Woman” que, a él, le resultan banales sin la música. Y, como bien apunta el periodista: «Esto no es un demérito sino un indicio obvio» de que lo que Dylan hace son canciones.

Hay siempre un poco o un mucho de hipérbole en alabanzas como la que el poeta Henderson dedicó a la canción "Like a rolling stone" al decir que, más que canción, era toda una epopeya. O como la que otro poeta, Nicanor Parra, apuntó al asegurar que apenas tres versos de "Tombstone Blues" son suficientes para merecer el Nobel. Evidentemente, no estoy de acuerdo en que ello defina la calidad del cantante o de su obra, pues se trata más de entusiasmo que de crítica objetiva. Pero acaso ni el mismísimo Dylan estará de acuerdo, si hemos de dar crédito a su legendaria renuncia a ser denominado poeta.