lunes, 24 de junio de 2013

Leer es un placer



Que «Fumar es un placer genial, sensual» es una verdad o una mentira que la sensual voz de cupletista de Sara Montiel modulaba sugerentemente al poner letra a lo que la sola visión de la manchega universal ya mostraba manifiestamente al telespectador absorto.


Hace ya casi un año que yo dejé de fumar. No obstante, por fortuna, en la vida existen otros muchos placeres con los que exorcizar la inercia existencial y entorpecer el tedio vital. Algunos lo son menores; otros, mayores; y los hay que trascienden y llegan a compartir categoría con las mismísimas razones del vivir. Este es, sin duda, el caso de la lectura.

Saritísima podría haber preferido esperar al hombre que ella quería, leyendo en vez de fumando, dado que «Leer es un placer genial, sensual». Y tal vez lo hubiese hecho de haber tenido conocimiento de un experimento que Claytton Cubitt llevó a cabo hace ahora ya casi un año, justo por la época en que yo dejaba de fumar. La intención de este fotógrafo estadounidense era la de explorar los límites del dominio de la mente eterna, anímica, esencial sobre el cuerpo nuestro caduco y transitorio vehículo—. En esencia, el experimento consistía en proporcionar algunos títulos de literatura erótica o sensual para que algunas mujeres los leyesen ante una cámara que las filmaba mientras cierto artificio, a escondidas, les iba estimulando ininterrumpidamente la zona genital hasta alcanzar el clímax orgásmico.

Es innegable que, cuando una persona se sabe observado, y, en especial, se sabe tema de una imagen, ya sea esta pictórica, fotográfica o fílmica, somete su cuerpo, al dominio de la mente. Incluso cuando no hay variación sustancial en postura o gestos, el sometimiento ha sido llevado a cabo de forma efectiva, pues la mente ha dado a ello su conformidad.

Así pues, ¿hasta qué punto una mujer leyendo ante una cámara es capaz de intentar disimular un placer intenso? ¿O hasta qué punto es capaz de convertirlo en una pose?

Para muestra, un botón —dice el saber paremiológico—. El que aquí a continuación se basta es el experimento protagonizado por Stoya, una reputada actriz porno, quien lee las Variaciones necrófilas. Y, por si gustan ustedes comparar el resultado obtenido con Stoya con el obtenido con mujeres que no son profesionales del sexo, en la red pueden encontrarse como mínimo un total de tres vídeos más.


jueves, 20 de junio de 2013

De hostias a ostias

En alguna ocasión, ante mis alumnos de instituto, no he sabido refrenar un enfado a tiempo, de modo que he llegado a verbalizarlo aludiendo a las obleas  redondas de pan ázimo que el párroco consagra y el fiel traga.
—¡Hostias! —exclamo entonces. Y, enseguida, añado lo que, en mí, ya va camino de convertirse en una muletilla—: ¡Con hache, por supuesto!
La primera vez, les sorprende. A muchos, también les sorprende, la segunda vez, y aun la tercera, la cuarta... Son pocos, por no decir nadie, quienes piensan en un principio que este sustantivo se escribe con hache inicial. Siempre he imaginado, un tanto intuitivamente, que ello se debe a la coincidente redondez de la oblea y de la  vocal o. Pero no sé si es una hipótesi que se sostenga demasiado, si consideramos que el hablante medio usa esta palabra mayoritariamente para dar cuenta de sus otros significados y, así, nos damos hostias por ir a toda hostia; pegamos o nos pegan hostias, acaso con muy mala hostia, sobre todo si no tenemos ni media hostia... Y, después de todo, aunque a unos les guste ser esto y a otros, lo otro, a todos nos gusta ser la hostia.  En fin, sea como sea, lo cierto es que la hache es consustancial a las hostias, pues es etimológica y ya nos vine (im)puesta desde el latín.

Hace unos días, mi buena amiga y colega Marta me remitió el enlace a una de las Puntadas sin hilo de Arturo González, intitulada "El coño de su puta madre". En ella, el autor muestra su pasmo ante el escándalo que ha causado el hecho de que, en la última asamblea de IU en Sevilla, Sánchez-Gordillo expresase su deseo de que la «Europa de los Mercaderes se vaya al coño de su puta madre». A mí me parece que así, a lo Sánchez-Gordillo está muy bien dicho y coincido con Arturo González en que «Los tacos y las expresiones burdas causan menos daño que las afirmaciones autoritarias de los elegantes y los mandatarios». En efecto, ofende, mucho más que la palabra, la idea.

Con todo, esta Puntada viene a colación no por su enjundia, sino porque, hacia el final de su penúltimo párrafo, puede leerse: «Tras cientos de años se ha conseguido que la blasfemia desaparezca del Código Penal, cuando todos estamos hartos de exclamar ¡ostias! si nos quemamos o acordarnos del Sumo Hacedor por tanta injusticia como reparte». Yo había iniciado esta entrada al blog pregonando la presencia inexcusable de las haches en las hostias, y me doy de bruces contra la desnudez de estas que aquí se exclaman con hartazgo. Si Arturo González no estuviese reclamando en su artículo la validez comunicacional de las expresiones groseras, pensaría que sus ostias son un eufemismo y no un error o una errata. De todos es sabido que las expresiones malsonantes tienden a desarrollar, a menudo por paronimia, variantes eufemísticas, de modo que podemos llegar a cagarnos en Dios o en diez, pedir que dejen de tocarnos los cojones o los cojines o maldecir a través de mil demonios o de mil diantres. En castellano, la voz ostia existe como variante de ostra, lo cual permite inferir que, así como exclamamos ¡ostras! en vez de ¡hostias!, bien podríamos también exclamar ¡ostias! en vez de ¡hostias!

No creo que esta razón se halle instalada en la mente de ningún hablante, por lo que la inferencia resulta, a pesar de su lógica, falaz. Hasta ahora, claro. En mi mente, ya se ha instalado, y pienso, en adelante, proferir tantas hostias como ostias —ya no ostras—, dependiendo de mi grado de indignación o del público habido ante mí. Y, así, en adelante, ante mis alumnos, la muletilla variará necesariamente: —¡Sin hache, por supuesto!—. Y a los pobrecillos les sobrevendrá el coñazo explicativo que aquí finalizo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Tele(e)videncia


Tamaña sarta de dislates escupidos por una misma boca sobrepasaban con creces los límites de mi  anonadada capacidad de comprensión, de modo que no tuve más remedio que sentenciar el absoluto, zafio  y vulgar abandono intelectual desde el que manaban aquellos —por llamarlos de algún modo— pensamientos, augurando que, gracias a la existencia de obtusas mentes como aquella, no destinadas a cualquier cosa que no sea despensar, la longeva pervivencia de la telebasura era, más que una bien barruntada premonición, una inexorable realidad.

Adenda: "zafio" y "vulgar" son dos adjetivos con los que rendir homenaje a la acertada enmienda de la entrada telebasura en la próxima edición del DRAE.

lunes, 10 de junio de 2013

Amores gallináceos

Dibujo extraído de la galería de Judson
«Más vale pan con amor que gallina con dolor». Este es el único refrán que yo conozco en que el concepto abstracto del amor y el muy concreto de la gallina van de la mano. Sin embargo, recientemente, un alumno  me ha puesto sobre aviso de una paremia —de reciente acuñación, se me antoja— que empieza a tener cierta difusión por la red y que halla exponencial cobijo en sitios recopilatorios de citas, frases, refranes... Se trata de la expresión «La mujer, en el amor, es como la gallina, que cuando muere el gallo a cualquier pollo se arrima». Sin duda, la tal expresión apenas aporta nueva significación en el microcosmos paremiológico, pues su moraleja viene a ser la misma que subyace tras el celebérrimo comparativo de superioridad: «Más puta que las gallinas». Nunca he acabado de comprender a qué viene la proverbial promiscuidad de la gallinácea hembra; pero, por lo visto, la hubo que incluso «aprendió a nadar para foll..., a los patos». Claro está que menos aún he entendido nunca el porqué de su también proverbial cobardía, siendo un animal que le pone tantos huevos al día a día.

En fin, pienso estar alerta —es un decir; ¡con lo desmemoriado que soy!— ante la evidente posibilidad de que el ingenio desvergonzado de la inventiva popular obre de manera impúdica y logre asentar en el idioma una variante picaruela de la susodicha paremia de reciente acuñación. Para ello, solo resultaría necesario un cambio en el morfema flexivo de género del sustantivo que tiene como referente semiótico al gallináceo más joven. Sin duda, el resultado sería obsceno; pero la inventiva popular lo es a menudo. Obsceno del carajo; en sus dos sentidos, coloquial y recto.

Y, ya puestos, la expresión resultante valdría como ejemplo inequívoco de que la recentísima costumbre de anular las terminaciones del masculino genérico sustituyendo el flexivo correspondiente por el símbolo —que no letra— de la arroba, por mucho que la diseñen las ínfulas de modernidad, no es sino un uso espurio. Veámoslo: «La mujer, en el amor, es como la gallina, que cuando muere el gallo a cualquier poll@ se arrima».

Antes de que se me escandalicen por la ordinariez, conviene recordar que en castellano, "polla" es, en primera acepción, la 'gallina nueva, medianamente crecida, que no pone huevos o que hace poco tiempo que ha empezado a ponerlos' y que "pollo" es el 'gallo o gallina joven' —según nos adelanta la vigésima tercia edición del DRAE—.

Por cierto, de lo susodicho, se infiere que solo cabe hablar de polla si esta está crecida.

En fin, va siendo hora de que deje de escribir..., antes de que el artículo se me vaya de las teclas.