En estos días que preceden a la huelga general convocada para el 29-M, son muchas las conversaciones en las que acabo hablando del tema con amigos y conocidos, muchos los comentarios de otras tantas conversaciones ajenas que, desgajados y al azar, llegan a mis oídos en el bar, en la tienda, en la calle... No he computado estadística alguna; pero, grosso modo, mucho me temo que la huelga acabará siendo cualquier cosa menos general. Y me duele, ciertamente. Me duele porque mi sentimiento, que es proletario, forjado en el solidario fuego de la unión hace la fuerza, desfallece —agoniza, diría—. Y me duele porque mi entendimiento no acierta a comprender una aparente contradicción. A saber, estas conversaciones y estos comentarios acaban reduciéndose a un común denominador: son solo quejas. Que si "No hay derecho", que si "Menuda injusticia", que si "Adónde iremos a parar"..., que si patatín que si patatán, porque a la hora de la verdad somos los menos quienes acabamos admitiendo que iremos a la huelga.
No sé si es significativo —aunque, a mi entender, lo resulta— el hecho de que todo aquel que reconoce que no ejercerá su inalienable derecho a huelga, a renglón seguido, siente la perentoria necesidad de justificar su decisión. Supongo que, después de todo, la contradicción no solo la detecto yo sino también quien intenta justificarse, ya que, en realidad, la contradicción no es aparente sino cierta.
A mí, casi todos los argumentos que oigo me suenan más a excusa barata que a justificación razonada: unos alegan no poder prescindir del sueldo de un día; otros, que la huelga no va a solucionar nada; estos, que temen posibles represalias del empresario; aquellos, que si la huelga fuese indefinida, sí que se sumarían a ella... Respeto todas y cada una de las opiniones expresadas, sobre todo atendiendo a que cada cual conoce mejor que nadie su propia situación económica y laboral; pero —repito— mucho me temo que no hacen sino excusarse ante mí, ante el otro, y con ello, autoengañarse.
Intentaré explicarme, no sin antes advertir que no quisiera, pues no lo pretendo, que alguien se ofendiese por lo que a continuación escribiré. Empezaré por exponer el más absurdo de cuantos razonamientos he oído. Se trata del de dos buenas amigas muy queridas por mí, ambas administrativas en sendas gestorías, quienes me dijeron que no podían sumarse a la huelga porque, en estas fechas y con no sé qué papeleos relativos a no sé qué impuestos y pagos, estaban, en sus empresas, hasta arriba de faena (sic). Perdón, pero no hemos entendido nada tras siglo y medio de huelgas; se nos ha olvidado que es una medida de presión, la mejor y casi única de que disponemos los trabajadores, destinada a recordar que no conviene abusar de nosotros porque, no solo somos necesitados, también somos necesarios. En fin, la próxima huelga a ver si acertamos a convocarla para un domingo y así, al menos, aquellos que opinan que la huelga no va a servir para nada tendrán más razón que un santo.
En cualquier caso, esta va a ser un jueves laboral, por lo que no acierto a comprender que se anticipe su esterilidad. Quizás peque yo de espíritu dialéctico; pero, de la afirmación de que la huelga no va a servir de nada, ¿no se infiere perversamente que no hacerla sí ha de servir de algo? Me entra la risa floja al recordar, por semejante falacia lógica, el apotegma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». Y entre todos lo vamos a permitir a fuerza de no hacer nada. A mí, que me perdonen; pero no hacer nada sí que no servirá de nada.
Una variante sibilina de este razonamiento es la que muestra quien dice que a lo que sí se apuntaría es a una huelga más dilatada —incluso indefinida, llegan a proponer los más osados entre osados—. Lo cierto es que congrego con ellos; aunque, francamente, desconfío del grado sinceridad con que lo pregonan; me suena a argucia, a sofisma barato; en definitiva, a excusa. Y, en cualquier caso, si la huelga de un día resulta un fracaso, no habrá habido demostración de fuerza, por lo que ¿cuándo van a atreverse los sindicatos a proponer una huelga más radical que suponga —entonces sí— un verdadero sacrificio para el trabajador?
Efectivamente, renunciar de forma indefinida al sueldo con que comprar el pan y pagar la luz sería un enorme y heroico sacrificio; pero renunciar al de un día, ¿lo es de verdad? Quien más y quien menos ya hemos renunciado, no a uno, sino a varios días de sueldo. Nos han obligado a ello, porque, a quien más y a quien menos nos han bajado el sueldo —a algunos, reiteradamente—. Ciertamente, debe de haber familias que viven situaciones límite; pero, en la mayoría de casos, renunciar al sueldo de un día es simplemente una cuestión de prioridades. Prioridades mal entendidas, es decir, más excusas.
Pienso, finalmente, en quienes temen posibles represalias por parte del jefe, en algunos casos seguramente de forma justificada; en los más, nueva excusa. Y, de todas formas, con nuestro miedo, ¿no olvidamos acaso que el empresario también teme? Teme a la huelga, pues si todos dejamos de trabajar, la empresa no funciona y eso son pérdidas. Sin duda lo que les falla a los que arguyen este patatín es la solidaridad, un valor humilde muy a la baja en estos malos tiempos que corren. Y les falla por duplicado: primero piensan que no todos sus compañeros harán huelga; luego, se apresuran a ser ellos quienes no se suman a la huelga, preventivamente.
En fin, cierro, que ya son demasiados los renglones. Y lo hago con el desolador presentimiento de que la huelga será un fracaso participativo y con el amargo convencimiento de que, el mismo 29-M, Rajoy escupirá por los micrófonos mediáticos, cínica aunque justificadamente, que el fracaso de la huelga demuestra que las decisiones del Gobierno cuentan con el respaldo mayoritario de una sociedad que no ha mostrado su disconformidad con ellas. En política, siempre me he resistido a decir que tenemos lo que nos merecemos; pero, lamentablemente, ya me voy convenciendo de que es así.